En los campos de concentración nazis, millones de personas murieron no solo por la violencia directa, sino por las condiciones que los rodeaban: el hambre, la falta de agua, la ausencia total de higiene. Los prisioneros no tenían jabón ni acceso a agua potable. No podían lavar su ropa ni sus cuerpos. Con el tiempo, sus pieles se cubrieron de polvo, llagas y piojos.
Aquellos insectos diminutos se convirtieron en portadores de una de las enfermedades más temidas del siglo XX: el tifus.
No era un virus, sino una bacteria transmitida por los piojos, que encontraba en los cuerpos debilitados el terreno perfecto para multiplicarse. En cuestión de días, la fiebre y el delirio se extendían por los barracones atestados, donde cada prisionero compartía el aire y el dolor con los demás.
El tifus, junto con la disentería y la tuberculosis, fue el rostro invisible del exterminio.
Los responsables sabían lo que hacían. Negar el agua, el jabón y el descanso era una forma de aniquilación tan eficaz como el gas o las balas. Un método silencioso que no dejaba huellas inmediatas, pero que corroía lentamente la vida.
La suciedad se convirtió en un arma.
Y la enfermedad, en un sistema más dentro del engranaje del horror.
Recordar esto no es solo un acto de memoria, sino un compromiso con la verdad: incluso la falta de agua puede ser un crimen cuando se utiliza para destruir la dignidad humana.
Fuente: Datos Históricos








